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La mirada,
que es un gesto inteligente, al iluminar un entorno, habitualmente nos
ubica de alguna manera en ese tejido de relaciones. Tal vez por eso, cuando
vestido –o desnudo– de un modo aparentemente extraño, fui privado
de la visión exterior y desorientado tras un recorrido casi laberíntico,
me hallé en una situación bastante nueva para mí,
seguramente igual de virginal que lo fuera de desconocida.
Parece que a todo esto contribuyó el largo rato transcurrido en la Cámara de Reflexión, donde fui objeto de la visita de variados personajes y actitudes, desde los graciosos a los trágicos, la mayoría conocidos de los tiempos profanos, que aburridos, acabaron por dejarme a solas conmigo mismo, al menos por ese día. Así me encontré en un espacio del que desconocía los límites y en el que ni siquiera el sostén de mi guía, aun siendo tan fraternal, me parecía familiar. Cuando oí los golpes violentos de éste y la respuesta del interior, me sobrecogí al pensar que podía profanar unos trabajos que por su naturaleza eran sagrados, pero volví en mí al recordar que nadie puede hacer el trabajo por uno mismo y que cualquier ayuda vendría de Aquél en quien creo desde antes de tener uso de razón. Y tengo que decir que incapaz tal vez de precisar individualidades y por lo tanto de juzgar, o mejor, incapaz de separar el símbolo de lo Simbolizado, tuve la certeza de que era la propia Inteligencia Universal, aquella que sólo entiende de lo Uno, la que me hablaba y con ella todos los masones que habían realizado o realizarán ese Conocimiento en la medida que sea, asimilándose a Ella, haciéndose unos con Ella.
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